EVOCACIÓN DE PANERO (PRESENCIA DE PANERO) | Jorge Alemán
En Revista LITORAL Nº 263 | La locura: Arte & Literatura | 2017
¿Encontraría a Panero? Es una pregunta de época y que, entonces, nos daba la forma de un recorrido. Exiliado en Madrid en 1976, un mismo circuito nocturno se repetía inexorable. Pero se sabe que es la repetición la que siempre presenta lo nuevo. Entre el Gijón, el Tito’s, la casa de Cristina Alberdi, el Santa Bárbara, el Gades, el Drugstore de Fuencarral, en un instante, apareció Panero estableciendo un cambio de lógica en el itinerario. No lo buscaba, no lo conocía, pero un desterrado siempre encuentra a otro.
Alguien del lugar que también está afuera, que es más extranjero que el exiliado mismo, un ser de excepción, una mancha que no se metaboliza en el paseo nocturno y que irrumpe como una aparición, en una risa espectral que habla sin parar, sin saludo ni cita previa, presentándose a través de una serie de proclamas textuales, siempre alusivas y que, escuchadas atentamente, desentrañaban la situación en la que estábamos apresados o remitían a una insondable trama en la que íbamos a ser negociados y reducidos a lo que Leopoldo llamaba el «proletariado del cuerpo». En estos ejercicios Panero hablaba, así era su vocación, para todos los españoles, sin preocuparse en absoluto de que el mensaje encontrara su destinatario. Fue en estas circunstancias, a fines de 1976, cuando, por primera vez, pude hablar con alguien sobre Lacan, y sigo estando seguro de que Panero tal vez sea el único, o estaba entre los pocos, que lo habían leído en aquel entonces. En cualquier caso, Panero leía el texto lacaniano en una encrucijada altamente singular: lo leía mientras se desintegraba el mundo simbólico en el que había nacido como lector. Lo leía buscando un punto de anclaje en medio del torbellino y como el sinsentido no le suponía ningún obstáculo, para Leopoldo, Lacan era transparente.
Posteriormente, fui testigo de esa operación en distintos momentos; pude ver cómo Leopoldo, con los fragmentos de un mundo destruido y su poética invencible, encontraba una nueva plataforma para el plan de lucha de su existencia. En el poemario que aquí se presenta se pueden apreciar las distintas huellas de una apuesta semejante.
En aquellos tiempos, él se había «producido» a sí mismo a través de la célebre película.
El desencanto; todos recordarán el momento en el que emerge en la película como un personaje construido con otros mimbres: el loco artaudiano segregado por la máquina despótica española. La audiencia gustaba de esa invención: el poeta lúcido inmolado por la opresión cruel del poder, la familia, la madre, el padre, la España incesante y fatal. A los seguidores ilustrados les gustaba escuchar, entonces, que la locura estaba producida por las máquinas despóticas y disciplinarias del poder. Esto ahorraba muchos problemas. Pero Panero sabía muy bien, y en esto era rigurosamente lacaniano, que no se vuelve loco quien quiere si no quien puede. Que existe en el corazón mismo de la locura, una decisión insondable e intransferible de la que solo el propio sujeto es responsable. En suma, Panero sabía que estaba loco de verdad, lo sabía mucho antes que su propio público, que huyó aterrorizado cuando advirtió el compromiso existencial de Leopoldo con su decisión. Nadie iba a realizar, tal como Panero se lo había propuesto, la experiencia de la locura como límite de la libertad. ¿Se trataba para Panero de un destino? Felicidad Blanc imaginaba que sí. Había visto a Leopoldo con cinco años bajar aterrado por las escaleras de la casa de Astorga a causa de un programa de radio de terror, y había creído reconocer en el espanto del pequeño Leopoldo la cara ya estigmatizada por la locura de su propia hermana.
En el circuito madrileño de aquellos años se volvió patente la impronta de Panero, la inminencia de su encuentro y su deriva incalculable. En la primera ocasión que lo encontré, no me preguntó ni de dónde venía, ni qué había sucedido en mi lugar natal, pero sí pronunció una pregunta que, en distintos estilos, fue dirigiéndome a lo largo de los años: ¿Qué había venido a hacer a esta «tierra de criminales»? Incluso, hace pocos años atrás, después de mucho tiempo sin verlo, lo encontré en el Café Comercial con un aspecto ahora ya idéntico a su causa maldita. No estaba seguro de que pudiera reconocerme, pero de inmediato y sin mediar saludo se limitó a decirme: «¿Todavía no han linchado a los lacanianos en España?» Nosotros habíamos sido los primeros lacanianos en Madrid. Por ello, en 1977 comenzamos a encontrarnos regularmente, por un lado, Leopoldo y yo y, por otro, Felicidad Blanc, Sergio Larriera y yo, para conversar sobre el inconsciente, su lugar en nuestras vidas, y sus distintas consecuencias.
Queda para otro lugar evocar aquella historia en donde Leopoldo, de manera obstinada, quería transformarse él mismo en psicoanalista. Pero, ¿cómo nombrar esas experiencias? Aún no lo sé o seguramente no tienen nombre, manteníamos una conversación en la que se trataba de localizar en nuestros dichos el decir inconsciente. En cualquier caso, para nosotros era una política, era el modo particular de ejercer nuestra objeción a las identidades objetivantes que pretendían encapsular nuestra «falta de ser».
Nos «desfundamentábamos» entre nosotros y contra nosotros mismos hasta vislumbrar el límite. Pero Leopoldo tenía otro límite, el propio de alguien que había optado por el camino más alto y más solitario. En ese camino, Leopoldo quería ser Leopoldo Panero, aunque en su vida, el mundo se derrumbaba una y otra vez; pero entonces surgía el poema que salvaba su honor, la potencia de una obra que siempre tenía como recurso mejor, una política del nombre propio.
Si no existía el Otro, él lo iba a inventar. Leopoldo Panero, el nombre propio que atraviesa a estas tierras con la Otra escena, con esa escena donde en lo extranjero del delirio al fin el poeta está en su casa. El hombre vuelto relámpago que se inmola en la lengua para urdir un nacimiento, un nacimiento accidentado, que en su tarea mayor concibe un nudo de poesía, locura y libertad, donde España y su más allá, por fin, recibe la interpelación que el propio sujeto forjó con su vida.