Lo siniestro de la época y la intervención comunitaria como apuesta | Ana Castaño
en #LACANEMANCIPA | 07.05.2025
Agradecimientos a la Asociación Cabos Sueltos por invitarme y por su decisión de crear espacios clínicos de lo común, donde tienen cabida diferentes expresiones del sujeto.
Creo que relanzar el discurso psicoanalítico y lo social en esta época donde parece que se ha desconectado el malestar social de la transformación política más que nunca, tiene un gran valor; es necesario abrir un diálogo que atraviese los antagonismos. A. Castaño
A título de presentación os cuento parte de mi recorrido. Al terminar la carrera de Medicina comencé a trabajar en una Comunidad Terapéutica donde me topé con el psicoanálisis e inicié mi formación y mi análisis personal, que tuvo la dimensión de acto porque marcó un antes y un después.
Por trayectoria familiar me sentía muy concernida por lo público y aposté por el psicoanálisis en la institución pública, con casi todo en contra pero con el hueco posible que te permite la salud mental comunitaria.
Posteriormente participé en una experiencia política en un partido emergente muy comprometido con la posibilidad de romper la hegemonía imperante y orientada por el psicoanálisis para la política.
Actualmente continúo en el CSM, con jubilación demorada, y estoy trabajando en lo comunitario, no tanto en la comunidad, sino en el Territorio, en lo local, siempre atravesada por el psicoanálisis.
Antes de comenzar con lo epocal, en tanto el momento histórico en el que vivimos, es importante señalar que siempre está la diferencia estructural por ser seres parlantes, sexuados y mortales; es decir, una cosa es la subjetividad que puede producir la época y otra muy distinta el sujeto del inconsciente estructurado como un lenguaje.
Precisamente es a raíz de un caso, que nombré como Laguna Negra, pensé que, al menos en el ámbito de lo público, donde es más complejo que aparezca un síntoma analítico, las nuevas formas de presentación hacen a una clínica nihilista.
Voy a comenzar con lo siniestro, que siempre ha estado presente en el devenir de la civilización, pero creo que actualmente se desliza hacia el nihilismo.
Es inevitable la evocación a Das Unheimliche, “Lo siniestro”, texto de Freud de 1919.
En este texto, de recomendada lectura, Freud toma una frase del filósofo Schelling: «Unheimlich es todo lo que debería haber quedado oculto, secreto, pero que se ha manifestado». A partir de ahí, Freud hace un estudio minucioso sobre la voz alemana Heimlich, lo familiar, lo agradable, para demostrar cómo esta acepción puede evolucionar hacia una ambivalencia, hasta que coincide con su antítesis. Por tanto, lo siniestro sería el espanto que afecta a las cosas conocidas y familiares desde tiempo atrás.
Tomando su experiencia personal —la imposibilidad de encontrar la salida de un barrio peculiar en un viaje a Roma— y analizando el cuento de Hoffmann «El hombre de arena», concluye que, para que surja lo siniestro, es necesaria la repetición de lo semejante, el retorno de lo reprimido y la angustia. La mirada está presente y, en lo familiar, ahí es donde lo siniestro retorna.
Alemán, en su libro Ideología, tiene un capítulo sobre «Lo siniestro», muy clarificador. Va un paso más allá que Freud, planteando que lo siniestro sería la base psíquica de la lógica amenazante a la que nos somete la circularidad del discurso capitalista. Da un dato interesante: este texto freudiano sería la antesala de Más allá del Principio del placer, texto fundamental que integra la compulsión a la repetición y la pulsión de muerte. Hay una sustracción constitutiva, ya que el orden simbólico no puede representar al sujeto en su totalidad; siempre queda ese resto de lo real innombrable, por fuera de la lógica de la representación, que puede retornar desestabilizando al sujeto.
Heidegger, en Ser y Tiempo, también menciona lo Unheimliche, traducido como «Lo inhóspito», «No estar en casa», como condición necesaria para la experiencia del ser-ahí, Dasein, «el ser para la muerte», cuando es arrojado del mundo de las habladurías, de la impropiedad, para poder hacer esa experiencia. Alemán señala el insospechado análisis del inconsciente en Heidegger cuando menciona que el sujeto encubre, no quiere saber nada de su falta de fundamento. Nos adelanta el desarraigo generalizado que traerá la técnica: «ya nadie está en condiciones de hacer la experiencia existencial de la angustia». La esquizia de la mirada que nos plantea Lacan —la fractura entre visión óptica y mirada— tiene una importancia notable en lo siniestro, ya que «no es sólo aquello que, estando oculto, se revela, sino que, además, nos mira, y es ahí donde verdaderamente se realiza el efecto cumplido de lo siniestro».
La experiencia analítica puede llevarnos a ese «no estar en casa», atravesar esa falta de fundamento y levantar el velo del fantasma. La experiencia artística también es un camino.
Eugenio Trías, en Lo bello y lo siniestro, plantea que lo siniestro constituye condición y límite de lo bello; condición en tanto no puede darse efecto estético sin que lo siniestro esté —es decir, que esté presente bajo forma de ausencia, velado—. Comienza con un verso de Rilke que da buena cuenta de su hipótesis: «Lo bello es el comienzo de lo terrible que todavía podemos soportar». También analiza el cuento de Hoffmann, siguiendo a Freud, para señalar que lo siniestro sería lo fantástico encarnado. La obra artística, para ser una forma viva e impactar, debe situarse en ese hiato del siniestro presentido, colocarse siempre en la penúltima posición respecto a la revelación que no conviene revelar.
La condición histórica
«La civilización occidental dejó de existir después de la Segunda Guerra Mundial. Vivimos en un cadáver que se agita como una rana muerta en un cable con corriente». (Desconexión y otros ensayos, Kenneth Rexroth, escritor y poeta próximo a la generación beat). Esta frase, contundente y muy real, da buena cuenta de los tiempos convulsos en los que estamos inmersos, que no han hecho más que acelerar esa condición de cadáver.
Mientras realizaba estas reflexiones a propósito del caso, me topé con una recomendación de lectura del Departamento de Psicoanálisis y Pensamiento Contemporáneo: Tiempos nihilistas, de Wendy Brown, que me llevó a pensar en una clínica nihilista, que no tiene en cuenta la singularidad y que es albergada en las instituciones públicas, también nihilistas, donde las demandas no suelen venir articuladas a un síntoma que haga pregunta al sujeto. En este ensayo, Brown analiza las conferencias de Max Weber sobre la política como profesión y la ciencia como vocación —sin ser necesariamente partidaria de sus ideas— para revisar el concepto de nihilismo en una época, la de Weber, que se estaba vaciando de sentido y amenazaba con descender a «Una noche de una dureza y una oscuridad glacial».
Hay resonancias con nuestra época (Gaza, Milei, Trump, la hiperpolitización) que nos pueden llevar a pensar sobre las consecuencias de la falta de valores y andar sin una senda de sentido, tanto en la política como en la academia.
¿A qué nos referimos con valor y verdad en nuestra época? Hannah Arendt nos da una pista al afirmar: «Mentir constantemente no tiene como objetivo hacer que la gente crea una mentira, sino garantizar que ya nadie crea nada. Un pueblo que ya no puede distinguir entre la verdad y la mentira no puede distinguir entre el bien y el mal. Y un pueblo así, privado del poder de pensar y juzgar, está sin saberlo ni quererlo sometido al imperio de la mentira. Con gente así, puedes hacer lo que quieras». (La banalidad del mal). Brown señala que el nihilismo se manifiesta como un caos moral omnipresente y también como una afirmación de poder despojada de todo deber de rendir cuentas, no solo desde la ética, sino desde la verdad, la justicia y las consecuencias. Se rompe el pacto social; hay una indiferencia deliberada hacia el planeta y unas democracias cada vez más frágiles, donde se normaliza el engaño y la delincuencia, no solo en las derechas. «Racionalización y desencanto con un repliegue masivo hacia lo trivial, lo inmediato y lo personal», como observamos a nuestro alrededor. La película «La zona de interés» refleja bien este repliegue de cada uno en su mundo.
La condición nihilista se da en la modernidad, siendo el neoliberalismo su aliado perfecto; la hiperpolitización en todas las esferas —consumo, dieta, pasatiempos, estilos de vida, crianza…— es un síntoma del nihilismo imperante.
Incluso cuando uno se siente medianamente concernido por alguna cuestión, ya sea social o política, lo más que hace es postear un hashtag —#todoslosojossobrerafat— en un gesto de solidaridad nihilista. Weber también señala la burocratización de las instituciones como un efecto nihilista, y podríamos pensar que la clínica psiquiátrica, con sus protocolos infinitos, es más nihilista que nunca.
¿Cuál sería una salida post-nihilista posible? Para Weber es imprescindible que surja de la política misma, siendo fundamental un líder carismático. «No se conseguiría lo posible si en el mundo no se hubiera recurrido a lo imposible, una y otra vez… y quienes no sean ni líderes ni héroes también deberán armarse con esa firmeza de corazón que permite hacer frente al fracaso de todas las esperanzas», Max Weber. Esta frase me llevó al Breviario político de Psicoanálisis de Jorge Alemán para pensar una salida post-nihilista en la Izquierda Lacaniana: «Cuando un pueblo entiende que, a veces, la ley no es la ley, sino un instrumento arbitrario del poder, ha realizado una operación subjetiva y política de primer orden». Este sería el desafío de un proyecto emancipador desde la soledad-común. Heidegger también define el nihilismo como «una producción sistematizada» y el «errar a través de una nada infinita» siempre en relación a la técnic , se consuma «el olvido del olvido del ser». Nos propone un paso atrás, un otro inicio, que para mí está en vecindad con la propuesta de la Izquierda Lacaniana, a la que retorno una y otra vez.
Hoy en día tenemos otras propuestas interesantes, como las que señala Amador Fernández-Savater en su artículo «Hacia una política de la impureza», donde insiste en la importancia de meter las manos en esa zona gris donde se disputa el malestar social (lo hemos vivido recientemente con la DANA y cómo la extrema derecha ha insistido en quedarse con el relato en redes, incluso con ser promotora de la ayuda). Esa zona gris del realismo capitalista es donde se mueve la política hoy, cuya identidad es la desesperación, y la propuesta de Amador es sostener el vacío del «Todo no se puede», de alguna manera saber hacer con la impotencia. En su reciente libro Capitalismo libidinal trae cuestiones interesantes que nos resuenan a los psicoanalistas, ya que no se trata de la culpa —arma muy utilizada desde el relato político—, sino de la responsabilidad hacia nuestro deseo. Él lo nombra como sustraer el deseo al capital. Apuntar a la responsabilidad subjetiva me parece un asunto de primer orden para salir de la posición nihilista; esto es un compromiso del psicoanálisis en su transmisión en un momento en que imperan estrategias de todo tipo para eludir dicha responsabilidad.
La intervención comunitaria
He dado todo este rodeo sobre la época porque me ha permitido pensar cómo poner en marcha nuestro pequeño invento en el CSM que coordino, sin obviar las condiciones históricas que nos rodean. En lo clínico se reinventa el psicoanálisis cada vez.
Os traigo un par de referencias que me han servido para localizar lo social de la intervención.
El mito de la ciudadanía, de Irene Ortiz Gala, filósofa, desarrolla una arqueología del concepto desde Atenas y Roma hasta la actualidad para concluir que, a pesar de que han pasado 2000 años, sigue siendo la herramienta legal que permite al Estado distinguir entre quienes son miembros y quienes extraños (la exitosa campaña de Trump puso el acento en las deportaciones de ilegales) y plantea que es un término que se está agotando, proponiendo la singularidad impersonal para tener derechos y, por tanto, colocar en el centro no al ciudadano sino al residente. Lo común estaría en la residencia y en el habitar. Trae una frase de Plutarco, de su libro Sobre el destierro, muy acertada: «La patria no es por naturaleza, sino que ésta se nombra siempre en relación con quien la habita y la usa». Por tanto, nuestra intervención comunitaria se hace en el territorio, en esa pequeña patria que son los barrios y sus habitantes.
La corriente de la historia y la contradicción de lo que somos, de Almudena Hernando, arqueóloga y prehistoriadora, recorre desde la prehistoria hasta la actualidad para situar una arqueología de la identidad con perspectiva de género. Nos habla del paso de la identidad relacional —que tiene que ver con los cuidados en y para la comunidad— a la individual, y del desequilibrio que existe hoy por el exceso de identidad individual. Señala que, para crear un proyecto social que cambie la lógica establecida que guía el rumbo de la historia, habría que promover un equilibrio entre las dos identidades: que los grupos sean emprendedores, pero también se cuiden entre sí. En la intervención comunitaria es posible conjugar estas identidades. Democratizar la salud mental respecto a la igualdad y los derechos sólo es posible en el territorio y, en mi opinión, el diseño de nuestro espacio funciona como un territorio.
¿Qué es un espacio comunitario?
Acompañar, generar vínculos in situ que permiten la transferencia reticular para sostener sujetos desamparados del Otro: el «No estás solo» y la importancia de estar, acoger, trabajar en lo cotidiano para la oportunidad que somos, y la transversalidad —sin jerarquías del semblante— como modus operandi. Para trabajar en él se hacen necesarios ciertos valores ideológicos, siendo uno de ellos estar dispuesto a salir de la zona de confort. He de decir que tener un recorrido analítico, tanto personal como formativo, me orienta mucho en esta tarea. El espacio comunitario es fundamental para la estabilización de algunas psicosis y, en ocasiones, una pata del escabel que permite dicha estabilización; pero no me refiero a cualquier espacio comunitario, sino a aquel que funciona desde la lógica femenina del No-todo, acogiendo la singularidad y, por tanto, la diferencia absoluta que nos hace a cada uno, y no con un orden preestablecido de cumplir una lista de objetivos, como sucede en otros recursos rehabilitadores.
En nuestro espacio partimos del principio de que no hay ciudadanos de segunda, como señala Jane Addams, precursora del movimiento comunitario en EE. UU., y de no practicar la «injusticia epistémica testimonial». La injusticia epistémica es un concepto de Miranda Fricker, filósofa, que alude a no dar valor de conocimiento a una persona por sus condiciones —discapacidad o diagnóstico—; hay un prejuicio, un sesgo de no tomarla en serio. Sabemos, desde el psicoanálisis, lo que la psicosis nos enseña: contamos con el saber testimonial. Las intervenciones se hacen en el barrio, domicilios, parques, cafeterías, institutos…, donde surjan; solo usamos el despacho para reuniones de planificación y coordinación. La enfermería comunitaria es un pilar fundamental para vincular a pacientes muy alejados del dispositivo. No todos somos psicoanalistas, aunque una de las líneas de trabajo es la singularidad, el uno por uno.
Hemos integrado parte de la práctica de la experiencia de Diálogo Abierto de Seikkula, donde todas las voces son escuchadas; es un enfoque construccionista social y, de hecho, se usa también en experiencias políticas de municipios, sobre todo en Finlandia. Es un modelo adaptado a las necesidades; por tanto, funciona en pequeños grupos con demandas más concretas. La red social, los sistemas de apoyo, la flexibilidad y la movilización son fundamentales para este modo de trabajo. Estamos pendientes de incorporar a esta intervención un grupo multifamiliar: hay experiencias muy interesantes en Cuba.
El grupo
No es un grupo terapéutico al uso —no es operativo ni focal—; es más bien reunirnos a conversar, donde los supuestos terapeutas estamos como uno más, participando en los diálogos que surgen, contando nuestras opiniones, sensaciones, emociones. No interpretamos, aunque pueden existir efectos de interpretación, ya que una de las condiciones es que haya transferencia con el dispositivo. Es decir, las derivaciones al grupo —así lo llaman— se trabajan; es un modo de preservar la singularidad de cada uno. Todos están en terapia individual. No todos son psicóticos; el rasgo común es estar desenganchados, con dificultades para relacionarse, tendencia al aislamiento y gran sufrimiento psíquico: de algún modo hay un parón vital. No se selecciona ni por edad ni por diagnóstico. Es un grupo abierto y transversal. No es obligatorio asistir; el encuadre es muy flexible. Hemos puesto unas mínimas normas que funcionan como puntos de capitón: escuchar, respetarse, no interrumpir y no insultar. También, no consultar sobre medicación como un gesto de despojarnos del poder psiquiátrico.
Nos ha sorprendido cómo ha funcionado este dispositivo, que no ha impedido que aparecieran diversos emergentes de la época: eutanasia, sanidad pública, suicidio, feminismo, violencia de género, estigma, soledad, consumo, contención mecánica…, anudados con sus relatos personales. Ha fluido mucho la palabra: las preguntas de unos a otros por ese dolor psíquico, por las alucinaciones, la tristeza. Se ha ido generando un espacio donde se empujan a salir de ese punto en el que se quedaron atrapados, queriendo saber del Otro, cuidándose (hasta tienen su grupo de WhatsApp); se intercambian recursos y opciones de actividades en el barrio. Se ha ido produciendo en algunos de ellos lo que he llamado pequeños proyectos emancipatorios que restituyen la dignidad y ponen el deseo en juego. Ahora que ya llevamos un poco más de un año, ellos van poniendo el límite (a propósito de la DANA: «Mejor no hablemos de política…») y nos piden que nos reunamos una vez a la semana —es quincenal—. Quieren más, aunque por las características del dispositivo público nos resulta imposible disponer de ese tiempo. Para sostener este espacio sobrecargamos nuestras agendas; el Amo no nos facilita nada.
Esto es un inicio donde todavía queda mucho camino por recorrer. Me parecería muy interesante —es mi próxima tarea— investigar qué puede aportar el psicoanálisis, desde su teoría, a la intervención comunitaria. Hay varios autores que han escrito al respecto, como Di Ciaccia con La práctica entre varios, Edgar Morin con su introducción al pensamiento complejo —para indicar cómo trabajar con diferentes disciplinas para resolver juntos—, Jean Oury, que junto con Tosquelles habla de la práctica institucional (no olvidemos que la institución tiene sus síntomas) en Lo colectivo. El seminario de Sainte-Anne, o A. Zenoni en Un hogar de post cura.
Jorge Alemán tiene un libro muy interesante, ya de hace algunos años, El porvenir del inconsciente, que conviene releer para pensar sobre estas cuestiones: «Cuando la política ya no puede producir corte alguno en la configuración del poder, ¿cómo deben definir su modo de habitar la época aquellas prácticas que se sostienen, precisamente, por el corte, la diferencia, por “el saber hacer” con el resto pulsional homogeneizable?».
En La experiencia del fin. Psicoanálisis y metafísica, en el apartado «El estallido de los vínculos», Alemán se hace una pregunta crucial: ¿Qué actitud debe tomar el psicoanalista frente a las demandas del Otro social, aquellas que lo conminan a pronunciarse acerca de dónde se deben situar los límites? Sabemos que lo social es una envoltura formal de los síntomas contemporáneos, pero me parece necesario ir más allá y explorar el inconsciente y el vínculo social. Irene Ortiz, en el libro que os he comentado, hace referencia a Antígona, señalando que quien se queda fuera, ápolis, es quien ha sido «privado por su osadía» de su comunidad política, pudiendo llegar a ser un sujeto radicalmente político. La locura tiene algo de ese exilio de la polis, como bien reflejó Foucault en La nave de los locos. Luciana Cadahia, otra joven filósofa, en La república de los cuidados, nos dice que cuidar es un trabajo de transformación social. En esta pequeña y discreta experiencia que os he relatado, creo que cuidar está en el centro. Entonces, ¿podemos pensar que hay una dimensión política en la intervención comunitaria?
Málaga 2024
Ana Castaño es Psiquiatra y psicoanalista.
Me ha parecido un texto hermoso qué conlleva muchas preguntas importantes para la vida actual en un mundo de declive de las democracias liberales y los derechos humanos más básicos. Y agradezco que a esas preguntas la autora haya puesto énfasis en mostrar fuentes valiosas para pensar y repensar lo político para vislumbrar un horizonte posible de esperanza en una vida social que se pueda seguir llamando digna con todo el valor y sentido de humanidad.
Sólo me permito una observación y quizas corrección con una de las traducciones que aquí se, dan de Unheimliche (lo no familiar, lo siniestro) que es "no estar en casa". Creo más correcto, desde mis lecturas de Heidegger, que debería decirse "no estar como en casa", pues el antónimo "estar como en casa" sería la traducción más apropiada de Heimliche. Un saludo y gracias.