Impresiones del niño freudiano
en "Jacques Lacan y el debate posmoderno", Ediciones del Seminario, Buenos Aires, 2000
¿Quién mostrará un niño tal como él es? ¿Quién lo subirá a las estrellas y le dará en la mano la medida de la distancia? ¿Quién amasará la muerte de un niño con ese pan oscuro que se endurece, o lo dejará dentro, en la boca redonda, como el corazón de una hermosa manzana?… Fácil es adivinar a los asesinos. Pero esto: albergar la muerte, toda la muerte, así, tan dulcemente, todavía en el umbral de la vida,
sin una queja, eso es indescriptible.
Rainer Maria Rilke, ELEGÍAS DE DUINO
Y eso no es sino un amanecer de lo que ya se tiene.
Martin Heidegger, INTRODUCCIÓN A LA FILOSOFÍA
I
Freud entiende por niño un lugar y un tiempo lógico, transversal a toda cronología, que siempre sobrepasa cualquier teoría del desarrollo. Ese lugar y tiempo que llamamos el niño freudiano, no evoluciona ni madura, más bien retorna, vuelve, interrumpe, se impone. ¿Se deja alguna vez de ser niño?
Más allá de los dispositivos, discursos y vínculos sociales definidos por el ingreso al trabajo, al pacto social, al vínculo amoroso, y que suelen diferenciar y marcar el paso de la infancia hacia otra cosa, siempre conviene recordar que, cuando se habla de uno mismo, se finaliza hablando como hijo… como hijo de alguien o algo. Hablar es mostrarse formando parte de una herencia precaria, inestable, donde uno nunca sabe qué es lo que ha llegado con la herencia ni qué lugar tiene en ella. En cualquier caso, el niño comienza a hablar para intentar conjurar la sospecha de que tal vez ha nacido en razón de un deseo desconocido. ¿Quién ha querido genuinamente que el niño esté allí, arrojado, no puesto en la vida por sí mismo, en deuda con los que procuraron su existencia?
El amor parental no parece del todo suficiente para responder sobre cuál es el deseo que hace surgir al ser que habla. Cualquier teoría, fábula o conjetura que el niño elucubre es, en primera instancia, una respuesta al malentendido del cual él es el resultado como hijo.
II
El niño de Freud es un imán que atrae y condensa los dichos de los otros. Antes de nacer ha sido ya nombrado, confiado a determinadas expectativas, lo espera la acogida o el rechazo, aquello que lo negocia, encomienda y celebra. El lenguaje lo espera con su aluvión insensato, como una lluvia de muerte que entra y modela el cuerpo vivo del infans. Con ese enjambre de palabras, órdenes, exhortaciones, nombres propios vociferantes, se horada su cuerpo. De ese modo ello piensa en el niño y organiza sus necesidades más vitales y urgentes a través de un instinto cuasi enfermo; un instinto, una fuerza constante, que solo tiene lugar en el espacio de los cuerpos parlantes y que Freud llamó pulsión. La pulsión nombra, a la vez, tanto la vida del cuerpo y la mortificación de la palabra, como lo que anima a la palabra con un aliento insólito e inclina al cuerpo hacia la tierra inevitable. Por ello, la pulsión está siempre situada a destiempo, llega siempre demasiado tarde o temprano para el que pretenda llevar las cosas a las palabras. Las palabras asesinan a las cosas y eternizan el deseo.
El niño empieza a intuir que el lenguaje falla, pero que eso no es un déficit; más bien descubre que el lenguaje tiene como facultad mayor querer decir lo «imposible». La palabra ha entrado en la vida y la ha encendido con un deseo que, viniendo de lo más colectivo, el lenguaje, se convierte en la singularidad más irreductible.
Ese deseo, a la par que busca una relación, no establece vínculo con nada ni nadie. O el niño descubre cómo formar comunidad con los que no tienen nada en común, o será un miembro más de la masa que le otorga una identidad a través de los ideales de la civilización.
III
Pregunta el niño: «¿A qué finalidad responde el lenguaje? ¿Al diálogo, a la comunicación con los otros, o todo eso es una mascarada que oculta que cada uno habla solo el monólogo de un deseo imposible de compartir y transferir?»
Sin embargo, fueron palabras de los otros las que de un modo contingente, alguna vez, se escribieron en algún lugar de difícil localización, palabras contingentes que se convirtieron entonces en huellas necesarias, labradas sobre la superficie del cuerpo, como un jeroglífico del cual nunca se puede asegurar que quiera ser descifrado. ¿Quiénes y qué son esos otros para detentar el ejercicio de semejante intrusión? ¿Qué les otorga esa oscura autoridad?
IV
El niño elucubra teorías. Freud designa con el término «pulsión epistémica» el empuje a la invención propia del niño. Por un lado, el niño ordena durante un tiempo que el cuento se cuente siempre de la misma forma, garantizando que las palabras vuelvan todos los días al mismo lugar. En ese momento, el niño reniega de la sorpresa del chiste y opta por lo que vuelve al mismo sitio. ¿Qué extraña satisfacción depara lo que vuelve al mismo lugar? Sin embargo, por otro lado, una inversión paradójica afectará radicalmente a esa satisfacción; de un día para otro, lo que vuelve al mismo sitio se convierte en la clave del sufrimiento: esas rumiaciones que una y otra vez vuelven como una obsesión, esas pesadillas que se repiten, aquel trauma que promete siempre la inminencia de su repetición. De ese modo, el placer hogareño de lo familiar, de aquello que siempre se relataba del mismo modo, se convierte en el lazo con lo más extranjero. ¿En qué se sustenta la autenticidad de los rostros familiares cotidianos? ¿Cómo demostrar que no son máscaras a las que, si se las deja de amar incondicionalmente, se les levantará el velo, dejando ver una voluntad desconocida e inquietante? ¿Cómo sabe el niño lo que significa para ellos, esos familiares extraños? ¿Imaginando su desaparición, conocerá por fin su valor, lo que es para los otros?
V
Detrás de la madre de todos los días, tal vez se esconda una mujer extraña. En los pliegues de la ternura de la madre, entre el tejido de sus demandas, hay una mujer a la que el niño no entiende en su deseo. ¿Hasta dónde sabe el padre de la existencia de esa mujer que vive en la madre? Tal vez el padre es un impostor que solo conoce de la mujer la versión que mejor se acomoda al objeto de sus fantasías sexuales infantiles. El niño es el lugar donde toma forma el espacio y el tiempo del inconsciente, el «futuro anterior» del trauma y el símbolo.
Es un trance delicado. El niño se siente amado, seguro de aportar luz y satisfacción, y empieza a sentir, sin embargo, que puede ser devorado. La angustia es no saber. El niño no sabe qué quiere el Otro. La angustia es la sensación del deseo del Otro. La sensación del deseo que angustia marca con su impronta la topografía de la ciudad, el parque, el campo. Súbitamente hay lugares por los que no se quiere volver a pasar, hay animales que no se quieren volver a ver, hay espacios que se vuelven insoportables, familiares y personas que producen un poderoso sentimiento de invasión y encierro.
La fobia transforma a la angustia en miedo. Le propone a la angustia un objeto: animal, espacio, rostro. ¿Ante qué se angustia la angustia? La fobia responde inventando un miedo que traza fronteras, propone umbrales que no se deben franquear, decide lo transitable, clausura sitios. El mapa de la ciudad es hijo del miedo. Si el miedo hace al mundo, la angustia lo descompone.
VI
¿Quién puede responder sobre la importancia exagerada que tiene la erección del templo, del cuerpo, de la efigie, lo que cambia de tamaño, lo que sobresale en la cópula entrevista, lo que anticipa sensaciones desconcertantes? ¿Lo que hay entre las piernas tiene algo que ver con ese símbolo, el falo, que pretende reunir la vida con la palabra? Máxima pretensión de la metafísica de la presencia. ¿Quién puede haber cometido la torpeza increíble de fraguar ese símbolo como representación de la turgencia vital? ¿Acaso fue el patriarcado, la vocación de dominio de los hombres, las propias mujeres, o la endemoniada aspiración universalizante del lenguaje y sus embrollos con la diferencia?
¿Por qué el falo y no más bien la nada? Si los símbolos han sido mal hechos para nombrar el sexo, la diferencia, la mujer, la infinitud, su aspiración a la universalidad es tramposa. El niño freudiano sabe que la ley se instaura a través de un acto violento e intraducible.
La instauración de la Ley guarda siempre una extraña y paradójica relación con lo que se propone condenar. No obstante, la Ley es necesaria para mantener el pacto, el respeto y la distancia, la barrera con respecto al dolor, el límite que hace a una comunidad. Pero su instauración no puede borrar su condición mítica y violenta. Los mitos del niño no son, como creen los especialistas, la manifestación de un pensamiento prelógico o arcaico, sino el intento de ocultar y revelar a la vez que la Ley no se puede fundar a sí misma.
En la constitución misma de la Ley, hay un acto performativo que no puede ya pertenecer al conjunto que funda. ¿Qué hacer frente a esta paradoja de la Ley, paradoja en la que reside la clave de la oscura autoridad del Otro? ¿Denunciar su apariencia de legalidad y promocionar la destrucción de la Ley? ¿Reivindicar una subjetividad inefable, singularísima y emboscada, que ninguna ley pueda captar y exigir el reconocimiento de la misma? ¿Usarla cínicamente a favor del propio interés? ¿Identificarse con la Ley de un modo absoluto y ser un perseguidor justiciero? ¿Intentar perfeccionarla en sus procedimientos hasta volverla más transparente, racional, democrática? ¿Aprovechar la inconsistencia de la Ley para inventarse a sí mismo a través de una obra o una vocación no heredada? ¿Tener nostalgia de una Ley más antigua, armónica y auténtica? Las paradojas de la Ley hacen la cama del niño.
VII
Como el campesino en el cuento de Kafka, el niño se pregunta por lo que se esconde tras las puertas de la Ley. Intenta sus respuestas: el Padre muerto, una persona irreconocible, una cosa ni humana ni inhumana, un dios que goza como una mujer, un discurso sin palabras, una explosión, una catástrofe original, una voz sin cuerpo, un acertijo, una lotería que cruelmente reparte destinos, una lengua que promete ser descifrada y se burla de sus intérpretes, un animal totémico poseído por una voluntad de goce ilimitado.
¿Se dejará alguna vez de ser niño frente a la Ley? ¿No se sentirá el sujeto, niño o niña, impelido a ser siempre tratado como un niño culpable y punible, como el que debe ser castigado por la ley en su encarnación más concreta?
Se suele resguardar y proteger la complexión de la Ley sintiéndose en falta o imputándosela a otros. El sacrificio subjetivo se ofrenda para que la Ley no revele sus fisuras. El masoquismo es amigo de la Ley, es el uso de la Ley en beneficio de la satisfacción mórbida de la culpa.
¿Se siente la niña culpable del mismo modo que el varón? Ella, por su afinidad al vacío, sabe de un modo más inmediato que la Ley es siempre un simulacro. Ella, en principio, no es ni fetichista ni coleccionista, no necesita ordenar una y otra vez el universo simbólico intentando ensayar su complexión. La niña sabe, de entrada, de una infinitud que el símbolo no puede domeñar. Por lo mismo, es ese vértigo el que empuja a la niña a encontrar, a veces, un refugio en los dominios simbólicos que unifican y totalizan. El niño no es un hombre, nace niño y no sabe si dejará de serlo. La niña nace mujer, la mujer habita desde el comienzo en su infancia como una segunda naturaleza. Pero las impresiones de la niña son otra historia…
Nota del autor: Sobre el título del artículo. Empleamos el «del» en sentido objetivo y subjetivo.
Joan Miró. Sin título.
Tan exhaustivo texto en apariencia entendible a la primera, depurado -sin enfatizar los textos lógicos que conoce el autor y lo respaldan- , hace accesible y gratificante leerlo.
Otra cuestión es qué hacer en el vivir, con todo ello
Gracias.